-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.

(Platón)



martes, 28 de agosto de 2012

A mis futuros alumnos (epístola no-moral)


Queridos chicos, chicas, y otros seres
que en pocos días veré entrar al colegio
(a algunos de vosotros ni os conozco)
nerviosos, sea en silencio sea riendo,
seguramente ya los vientecillos
que corren estas tardes por el pueblo
os han dicho que empieza a terminarse
Verano (siempre azul y pasajero)
y otra vez vuelve a estar de vuelta Otoño,
…que no es la vuelta del recogimiento
y el mosto, como cantan los poetas,
sino que, según cantan los comercios,
para vosotros es la “vuelta al cole”.
Conozco lo que ahora estáis sintiendo
(es lo que sienten y sentimos todos):
vuelve el dejar la cama aún con sueño
(siempre es temprano para quien madruga
porque en verdad no quiere estar despierto),
vuelven las horas fijas y la fila,
las siete horas al pupitre estrecho,
al frío encerado, al fluorescente frío,
frío techo, fría pared, helado suelo;
vuelve el temor a no estar a la altura,
a no entender y responder a tiempo,
y al fin caer del lado de los malos
cuya sonrisa es de aburrido hielo.
Sé lo que estáis sintiendo ahora, sí,
como sabéis vosotros lo que siento:
todos los hombres saben lo que siente
el miedo y el hastío de vuestro cuerpo,
porque el adulto está por varios sitios
duro de aquel hastío y miedo vuestro:
ha fabricado a partir de ellos fábricas
y está encerrado en una cárcel de ellos.
Es como el miedo frío que uno siente
cuando prepara un equipaje escueto
para irse al hospital, y sin saber
si pasará el helado examen médico;
o como el que sentimos poco antes
de que el hujier nos llame en el proceso
y sin saber si sabremos latín
de juez, o no, y nos condenaremos;
es ese frío tembleque que la Ley,
cuando te llama, te mete en el pecho.
Porque es la Ley la que te llama, hijo,
y debes presentarte y estar presto.
Ella te hizo, dice, alguna vez,
te puso nombre, traje y documento,
y cobra una vez más tu vida en pago,
tiene un destino para ti, su siervo.

Queridos seres, hoy me gustaría
saber hacer un poco por haceros
saber que todo eso es poco más
que un cuento, un tenebroso y triste cuento,
una mentira gorda y pegajosa,
un error enmohecido y macilento.
Me gustaría (aunque apenas os conozco
a todos) que miraseis sin su velo
las cosas, con los ojos de... no sé
como llamarlo: amor, luz, pensamiento
(quiero decir, lo que no es letra y muerta,
lo que caliente tiembla allí por dentro);
y que el temblor de nuestra carne fuese,
cuando vengáis, no el del purito muermo,
sino el escalofrío de lo que crece.
Veréis, habría que desmontar primero
cómo la Ley estaba equivocada
(no es figuréis, ni os lo creáis -no es cierto-
si os dicen –que os dirán- que es desde siempre,
que está ya demostrada sin remedio).

Esto podríamos razonarlo así:
dice la Ley que tú, yo y todos estos
somos iguales, como gotas de agua,
igual que indivisibles elementos,
y nos conviene y es nuestro deber
-dice la Ley-, por tanto, igual sendero,
y que es por eso por lo que nos sienta
en un pupitre igual, y que por eso
las horas y las filas son iguales,
nos dan un libro igual e igual cuaderno
donde apuntar iguales los palotes,
y nos someten a un igual tormento.
Somos, admite, un poco desiguales,
o más iguales unos que otros: esto
la Ley puede aceptarlo (y le interesa
pues no hay más que uno si es del todo idéntico,
y a ella le interesa que haya muchos
iguales en su numeroso ejército
de tuercas igualitas, de igualitos
pitidos al pasar por el cajero);
si uno es un poco diferente, pues,
pero no rompe mucho el regimiento,
le dejará quedarse (siempre y cuando
se avenga a ser usado de escarmiento).
Pero si es otro ya muy desigual,
muy feo o guapo, alto o bajo, lento
o rápido, no puede ir con los unos,
irá con sus iguales, con los menos,
o más (que más o menos es igual)
¡no rompa la tersura del silencio!
Pero lo cierto, si pensáis un poco
es que esto es solo un mal razonamiento:
¿de dónde se ha sacado, aquella Ley,
que yo he de ser lo que yo no deseo?;
¿cómo, si es bueno lo que manda, puede
dolerte tanto el enderezamiento?;
¿dónde está escrito –que no sea en la Ley-
que ya está escrito lo que merecemos?
Es que la Ley se traza unos patrones
y tiene que meterlo todo en ellos.
No puede trabajar sin sus estantes
ni sabe ella abrazar si no es con metros.
Si uno no cabe, deberá caber,
le corta el pie, la mano, el culo, el cuello;
porque la Ley tiene la vista corta,
tiene los ojos un poquito ciegos
(¿cómo, si no, sería tan distinta
de amor como es?), y no es capaz a un tiempo
de ver a los contrarios siendo uno
(que dijo el viejo Heráclito de Éfeso):
Y es que, aunque todo es uno, también todo
es diferente, aun de sí mismo, y ello
no hay ley que lo soporte, ni soporta
iglesia, escuela, industria, banco, ejército.
Es gran locura prescribirle a uno
si debe ser o no ni esto ni aquello:
uno es lo que es, y lo que deba ser
él mismo lo irá siendo y descubriendo.

Está la Ley también equivocada
y mucho en lo que se refiere al tiempo,
pues cree que existe y que es como una fila
de puntos como los del hormigueros,
y que la vida es ir dando saltitos
del uno al otro hasta llegar a enésimo,
y allí coger la cáscara de pipa
para guardarla para el crudo invierno.
Aquí la Ley tampoco entiende nunca
que el vivo solo está en este momento,
que todo ahora está lleno de vida
y toda vivo está de ahora lleno.
A veces, cuando se nos muere un niño
sin ser aún ciudadano hecho y derecho,
se cree la necia Ley que se ha frustrado,
por más que fue perfecto en cada juego.
¡Como si fuese bueno vivir para
lo que no llega ni cuando estás muerto!

Mas donde más la Ley mete la pata
yo pienso que es en eso del dinero,
o sea, en confundir ser y tener,
o sea, en confundir valor y precio
(pues los errores anteriores son
hijos tan solo de este error más grueso).
Se le figura que no hay cosa alguna
que valga nada, mas que el oro en peso.
Pesa las almas con metal o plástico,
piensa que el fin se compra con un medio.
Llama valioso a lo que sirve, y hecha
lo que no sirve para nada, al fuego.
¡Como si no valiese ya infinito
lo que es (como lo es todo) en sí ya bueno!
Aquí la Ley es incapaz de ver
que nada que esté en venta vale un bledo;
no ve que solo hacemos cuando amamos
y que tan solo amamos cuando hacemos;
no entiende que quien crea, no puede estar
poniendo en otra cosa el pensamiento.
Aquí a la Ley se le ve su peor cara:
odia el hacer, lo llama sufrimiento,
(¡y esto lo siente hasta de la poesía!,
Y esto lo piensa aun del conocimiento!),
cree que el trabajo es un castigo duro
y que el descanso es el único premio:
le gustaría estar quieta. Aquí se ve
que la Ley sueña con el cementerio.

En fin, que ni es verdad que nos obligue
la lógica a ser bichos homogéneos,
ni a que un instante valga menos que otro
ni a que se pueda hacer, del bien, comercio,
sino que lo sensato es que seamos
en cada instante lo que más queremos,
sin despreciar lo que la Ley desprecia
ni hacer del precio de la Ley aprecio.

¿Qué puede entonces uno, me diréis,
hacer con ella, con ese esperpento?
(porque está claro que estorbar estorba
como una caja, siempre está por medio,
huele como a lejía, suena a lata,
se empeña en ser nosotros), ¿qué le haremos?
Yo creo que hay que tratarla como tratas
a un gruñón tonto: con cariño pero
poniéndole en su sitio siempre, nunca
dejar que viva de la piel adentro.

Por eso, cuando en unos pocos días,
(¡si se los cuenta con el reloj hueco!,
porque quizás con otra cuenta pasa
que os pase algo que rompe el universo
de aquí a que empiece el curso) cuando, digo,
la marioneta de los ministerios,
os diga antes de nada ya las fechas
de exámenes en que estaréis suspensos,
las páginas de haberes y deberes,
las horas puntuales de bostezo,
vosotros con vuestra mirada (esa
que está… no sé como llamarlo: dentro)
sepáis verlo de toda otra manera,
no tan en prosa, mucho más en verso:
¿exámenes, deberes, ejercicios,
pruebas con aprobados y suspensos?
¡que sea un examen de nosotros mismos,
que el ejercicio sea el de nuestro juego,
que los deberes sean nuestros quereres,
y estemos suspendidos en el viento!
Si, como dicen sabios muy antiguos,
felicidad es premio del ser bueno,
si ser bueno es ser libre, y si ser libre
es querer lo que sé y saber qué quiero,
entonces nada puede salir mal
si cuando aprendo solo me divierto.
Y si el esbirro de la ley os dice
que nada grande se hizo sin esfuerzo,
decidle sin temor pero sin odio
que sin amor no se hizo nada bello,
y que el esfuerzo es como el salpullido
que sale cuando al alma falta aliento.

¡A lo mejor, como por un milagro
de los que la ilusión tiene el secreto,
el aula se hace añicos o se vuelve
una bonita habitación de encuentro
de amigos que se enseñan y se aprenden
a ser un poco menos prisioneros!

Pero eso, si es que quiere uno que pase,
tiene primero uno que creerlo.

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